Novena a Nuestra Madre de Guadalupe Quinto Día


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El obispo Zumárraga, sus ayudantes y españoles en general, celoso pastor y prejuicioso hostigamiento.

Al día siguiente, Domingo, bien todavía en la nochecilla, todo aún estaba oscuro, de allá salió [Juan Diego], de su casa, se vino derecho a Tlatilolco, vino a saber lo que pertenece a Dios y a ser contado en lista; luego para ver al Señor Obispo.

Y a eso de las diez fue cuando ya estuvo preparado: se había oído Misa y se había nombrado lista y se había dispersado la multitud. Y Juan Diego luego fue al palacio del Señor Obispo. Y en cuanto llegó hizo toda la lucha por verlo, y con mucho trabajo y otra vez lo vio; a sus pies se hincó, lloró, se puso triste al hablarle, al descubrirle la palabra, el aliento de la Reina del Cielo, que ojalá fuera creída la embajada, la voluntad de la Perfecta Virgen, de hacerle, de erigirle su casita sagrada, en donde había dicho, la quería.

Y el Gobernante Obispo muchísimas cosas le preguntó, le investigó, para poder cerciorarse, dónde la había visto, cómo era Ella; todo absolutamente se lo contó al Señor Obispo. Y aunque todo absolutamente se lo declaró, y en cada cosa vio, admiró que aparecía con toda claridad que Ella era la Perfecta Virgen, la Amable, Maravillosa Madre de Nuestro Salvador Nuestro Señor Jesucristo, sin embargo, no luego se realizó.

Dijo que no sólo por su palabra, su petición se haría, se realizaría lo que él pedía, que era muy necesaria alguna otra señal para poder ser creído cómo a él lo enviaba la Reina del Cielo en persona.

Tan pronto como lo oyó Juan Diego, le dijo al Obispo: “Señor Gobernante, considera cuál sería la señal que pides, porque luego iré a pedírsela a la Reina del Cielo que me envió”.

Y habiendo visto el Obispo que ratificaba, que en nada vacilaba ni dudaba, luego lo despacha. Y en cuanto se viene, luego les manda a algunos de los de su casa en los que tenía absoluta confianza, que lo vinieran siguiendo, que bien lo observaran a dónde iba, a quién veía, con quién hablaba.

Y así se hizo. Y Juan Diego luego se vino derecho. Siguió la calzada, y los que lo seguían, donde sale la barranca cerca del Tepeyac, en el puente de madera lo vinieron a perder. Y aunque por todas partes buscaron, ya por ninguna lo vieron.


Y así se volvieron. No sólo porque con ello se fastidiaron grandemente, sino también porque les impidió su intento, los hizo enojar. Así le fueron a contar al Señor Obispo, le metieron en la cabeza que no le creyera, le dijeron cómo nomás le contaba mentiras, que nada más inventaba lo que venía a decirle, o que sólo soñaba o imaginaba lo que le decía, lo que le pedía.

Y bien así lo determinaron que si otra vez venía, regresaba, allí lo agarrarían, y fuertemente lo castigarían, para que ya no volviera a decir mentiras ni a alborotar a la gente. Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del Señor Obispo; la que, oída por la Señora, le dijo:

“Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará;

Y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; Ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo”.

En un momento de silencio y de encuentro entrañable con Nuestra Señora de Guadalupe y con San Juan Diego, pedimos por los enfermos, para que siempre descubran las caricias de la virgen en los que los visitan.
Ave María
Poema
Oración final

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